Cuando los ojos de barro primero se abrieron, su escultora joven, María, se encontraba anhelosamente atenta a esa cara extraña donde los ojos se ubicaban. De color obsidiana, la cabeza se había formado como una esfera cruda, con los ojos pintados de blanco en contraste. El cuerpo, sentado delante de María, había parecido una colina chica dentro de la bodega abandonada. Ahora, que cobró el semblante de vida, la silueta no tiraba más a una colina; ahora la semejanza humana e inexacta sobresalía. El barro que lo componía tenía los colores morado, rojizo y gris mezclados por partes. El movimiento que emocionó a María duró un solo momento. Los ojos la quedaron viendo, abiertos por ninguna fuerza externa. Lo demás del cuerpo seguía como lo había hecho desde que María le había dado forma: inmóvil, inútil, impotente.
Hacía varias horas que ella había terminado de construir este hombre de barro, pero ella había llegado a creer que quedaba más labor que hacer cuando no había visto evidencia de vida. Por lo tanto, este cambio difícil de notar bastó para que María saliera de su reposo. Ella sabía que en su presencia una vida nueva había empezado, una vida artificial, hecha a mano, conforme a las leyes de la naturaleza, pero no a las leyes del nacimiento. Si hubiese algún observador presente, no podría notar la emoción de María, quien se consideraba muy seria y tranquila para su edad de 17 años. No obstante, la mente de ella dio lugar a una celebración potente. Había dado fin a la obra que los padres de ella habían empezado, el estudio que ellos habían dejado por razones desconocidas. Ella solo tenía 13 años cuando descubrió las notas abandonadas por sus padres en cuanto al proyecto y, en aquel entonces, ignoraba todos los principios de la vida y de la escultura. Los había estudiado como un juego, para divertirse, pero durante el último año y medio ella se había comprometido a completar los diseños de sus padres dentro de su laboratorio concreto y pequeño. Ellos habían estado cerca de hacerlo también, pero como jamás le habían hablado de que antes eran científicos a ella (ahora dirigían una iglesia pequeña), María no se atrevía a preguntarles por qué no habían proseguido con la obra.
La celebración silenciosa duró unos minutos, pero en lugar de terminar, logró salir de la mente por la boca. María declaró, en voz no muy alta, al cuarto, sabiendo que de ninguna manera el hombre nuevo la podría entender, que el nombre de la criatura sería Aleph, la letra hebrea que en las leyendas judías diferenciaba a los golems vivos y muertos, hombres también de barro, vivificados por las fuerzas del misticismo y de la religión. Comenzó a revisar y a recitar las notas extensas que documentaban el estudio, el descubrimiento y el desarrollo del principio de vida que María había seguido en crear a Aleph. ¡Qué tanto quería ella explicarle la maravilla de su creación, lo maravilloso que era él, un ente único! Andaba por un lado al otro mientras vocalizaba su soliloquio y repasaba la historia que había conducido al día de nacimiento. Tan conmovida se sentía que iba desorganizando el laboratorio pequeño cuyo orden siempre había sido constante.
–¿No podrás hablar por mucho tiempo, mi Aleph? –María dijo– Tendré mucho que enseñarte. Te voy a ayudar. Te va a gustar. Ya verás.
Alisó su vestido sencillo y sin color y buscó unas hojas para anotar sus planes para la educación de Aleph. Con toda la sutileza del rayo, un pensamiento apareció entre el gozo que María había experimentado hasta entonces. Poseída por un temor fatal, María se volvió a Aleph y le miró los ojos y dio voz a la pregunta cruel.
–Sigues vivo, ¿verdad? ¿De verdad has abierto los ojos? ¿No me he engañado, no los abrí yo en algún momento olvidado? Si tienes vida y cualquier grado de entendimiento, te ruego que me lo evidencies.
Aleph no replicó de ninguna manera. Con pánico, con el principio de lágrimas, María corrió y se paró delante del hombre paralizado. Los ojos de barro se fijaban en la misma parte de la pared de siempre mientras los brazos descansaban sobre las mesas al lado y las piernas seguían apretadas y dobladas. Pasó un tiempo indefinido así, en el cual María tuvo que luchar para conservar la compostura. Se dedicó a restaurar la limpieza que acababa de deshacer y su mente se fijó enteramente en sí. Se preguntaba qué se debía hacer ahora, para que la vida de Aleph sobreviviera con más vitalidad que una flor aplastada. Su laboratorio era aislado, estaba rodeado por un campo lleno de flores y polvo, por lo que muchas flores se habían aplastado bajo las botas de María.
–No he pensado en flores por varios meses. –María murmuró, sorprendida por la rareza de sus reflexiones que poco a poco iban saliendo de la melancolía. Estaba pensando de esta manera cuando se detuvo para ver a Aleph cara a cara.
Su meditación fue interrumpida por sonidos graves y ruidosos, como el rugido colectivo de maquinaria distante. María, atónita, vio lo que ningún otro ser humano jamás había presenciado. Aleph, lenta y fuertemente, agarró los bordes de las mesas. Sus miembros se hicieron más firmes y poco a poco una distancia apareció entre el cuerpo de barro y la tierra que le contribuyó la sustancia. La cabeza, que momentos antes había estado a la altura de María, golpeó al techo. Sin poder levantarse por completo, Aleph volvió la vista para abajo, para María, y de nuevo quedó inmóvil y el cuarto, en silencio.